Nos acercamos al 27 de octubre, fecha que el independentismo catalán seguramente convertirá en una segunda Diada: el 11 de septiembre las tropas borbónicas entraron en Barcelona, el 27 de octubre entró el borbónico artículo 155; ambas cosas son lo mismo, producto del mismo deseo centralista y dictatorial de la tiránica monarquía española y su gobierno del Partido Popular. Aquellos días de octubre de 2017 fueron un momento sin precedentes en la historia de la democracia española: el Senado aprobó las medidas propuestas por el Gobierno de Mariano Rajoy entre las que se encontraba el cese del presidente de la Generalidad, del vicepresidente y de todos los consejeros, y la convocatoria de elecciones al Parlamento de Cataluña para el 21 de diciembre, como respuesta a la declaración unilateral de independencia de la que el presidente Carles Puigdemont no se había desdicho (de hecho la reafirmó el 27 de octubre por la tarde cuando ya era expresidente). Un año después, las cosas han cambiado sustancialmente. Carles Puigdemont y otros se encuentran fugados de la Justicia sin posibilidad de retornar a España hasta dentro de veinte años a menos que quieran ser detenidos, el vicepresidente Oriol Junqueras está en prisión provisional junto a varios colegas de gobierno. En Cataluña continúa abierta la brecha, la úlcera (diría Napoleón) independentista y en España no queda nada del gobierno que implementó el 155, ni siquiera en el propio Partido Popular que desde la marcha de Soraya Sáenz de Santamaría en septiembre ha roto con el rajoyismo y con todo lo que éste representaba.
Dado que la úlcera catalana aún supura y que el independentismo continúa siendo una fuerza poderosa en la política, ya que el Gobierno de Pedro Sánchez depende de sus escaños en las Cortes para sacar adelante las iniciativas legislativas que considere, no es osado decir que el Artículo 155 de octubre de 2017 fue en balde. Las elecciones al Parlamento catalán se convocaron demasiado pronto y aunque el partido constitucionalista Ciudadanos fue la lista más votada, el independentismo retuvo su mayoría. Más débil que nunca, pero la retuvo. Y es que iba a ser imposible que el independentismo colapsara unos pocos meses después de su gran debut: el votante independentista que acudió a las urnas en diciembre de 2017 lo hizo más radicalizado que nunca, excitado por la intervención central y por el encarcelamiento y fuga de sus líderes. No se intervinieron las competencias de la televisión pública catalana, la cual continuó siendo un avispero de independentistas y una fuente de propaganda híper-nacionalista y xenófoba. Tampoco se intervino el Cuerpo de Mozos de Escuadra, más allá de la destitución de su mayor, Josep Lluís Trapero, ni se llevó a cabo una intervención profunda del sistema educativo, de donde llegaban noticias de manipulación, adoctrinamiento y señalamiento de los hijos de constitucionalistas (hijos de guardias civiles en su mayoría).

A pesar de la aplicación del 155, en Cataluña continúa vigente un régimen apartheid, un régimen que de vez en cuando espolea a sus fuerzas vivas (los Comités de Defensa de la República) para que salgan a las calles a propagar la violencia. La imagen de un activista de los CDR hostigando a un miembro del Sindicato Policial JUSAPOL, que el pasado septiembre se manifestaba para pedir la equiparación salarial entre cuerpos policiales, gritándole «te cortaría la cabeza ahora mismo», es un reflejo de la tensión, del odio y de la fractura que existe en la sociedad catalana. Ante este panorama se hace inevitable pensar que la aplicación del 155 no sirvió de nada. La intervención de las competencias de autogobierno (que no de la autonomía) supuso un breve y ligerísimo paréntesis que decayó cuando el presidente Joaquim Torra constituyó su consejo de gobierno en junio de 2018.
Sin embargo, la Historia nos enseña que no hay que nada que sea en balde. De todo se puede extraer una lección, y las derrotas son las que más enseñan. La España constitucional sufrió una grave derrota el 27 de octubre del año pasado cuando no lidió con la cuestión catalana con suficiente fuerza y vigor. Se debió a un error de cálculo respecto a la propia osadía del independentismo, pues hasta el 1 de octubre el Gobierno español estaba convencido de que el referéndum ilegal no se iba a producir. A pesar de no ser capaz de evitar que el Parlamento votara las leyes de desconexión, ni de saber dónde estaban las urnas, ni de frenar el referéndum ilegal, el Gobierno de Mariano Rajoy dio un paso muy valiente con la aplicación del 155, un artículo tabú nunca antes llevado a cabo (en el caso de Canarias en 1989 nunca se llegó a plantear la intervención de la autonomía) del que todo el mundo jurídico recelaba por su ambigüedad.
Ser el primero en la Historia en llevar algo a cabo es extremadamente complejo y el coraje de hacerlo es de reconocer en el presidente Rajoy. Es fácil mirarlo a posteriori (desde lo que los ingleses llaman el hindsight) y decir «aquel 155 estuvo mal hecho» pero la primera regla de la Historia es no juzgar un hecho histórico desde el tiempo en el que se estudia – regla que hay que cumplir a rajatabla, aunque solo sea un año lo que nos separa del hecho en cuestión. La incertidumbre que envolvía la aplicación del 155 fue sin duda lo que debilitó su efectividad. Volvamos por un momento a las tumultuosas jornadas de octubre de 2017: las empresas huyen de Cataluña, las calles están en permanente y peligrosa tensión, y el Parlamento autonómico actúa de forma arbitraria, saltándose el Reglamento, silenciando a la Oposición y obedeciendo a los intereses de los grupos independentistas, que controlan la Mesa. El presidente de la Generalidad ha proclamado la independencia y la ha suspendido dos minutos después en el mismo discurso, para luego reunirse con los diputados independentistas en los sótanos del Parlamento y firmar el documento de desconexión (la proclamación de la independencia per se). Y mientras, en Madrid, las posiciones de los partidos no están claras. Los socialistas continúan abogando por el diálogo hasta que ellos mismos se percatan de que no quedaba nada más que dialogar (si es que alguna vez hubo algo). Faltos de la que había sido su única estrategia, improvisan una nueva: reprobar al ministro competente, en este caso la vicepresidenta Sáenz de Santamaría como ministra para las Administraciones Territoriales. Fue este un caso tan absurdo y de tan evidente traición al Estado en un momento de emergencia nacional que finalmente no se llevó a cabo. Y Ciudadanos, el partido que sustenta al Gobierno y que abandera, como líder de la Oposición en el Parlamento catalán, la causa constitucionalista en Cataluña, también se muestra contrario a cualquier medida que pueda suspender la autonomía catalana e impedir de ese modo que Inés Arrimadas, la alter ego de Albert Rivera, pueda continuar ejerciendo una posición política de importancia.
Era, como vemos, una situación muy delicada. A pesar de que el Partido Popular tuviera una mayoría suficiente en el Senado para implementar el 155 en solitario, había que mirar más allá del corto plazo. Una aplicación unilateral del Artículo podría alienar a los otros partidos constitucionalistas: podría hacer que Ciudadanos rompiera con el Gobierno en las Cortes o que el PSOE propusiera una censura (paradójicamente, lo haría siete meses después). Hubiera bastado que el Partido Popular optara por un 155 unilateral para que la Oposición (Ciudadanos incluido) lo culpara de radicalismo centralista y de falta de miras. No es una exageración decir que la Legislatura podría haber colapsado de haber habido un 155 unilateral. A posteriori, no obstante, se ha visto que fue un error sacrificar un 155 duro y extenso por un 155 blando pero que trajera consigo una imagen de la unidad del constitucionalismo. Conseguir que los partidos constitucionalistas actuaran de la mano contra el desafío independentista requirió que las elecciones autonómicas se celebraran lo antes posible, convencidos en Ciudadanos de que Arrimadas obtendría una victoria aplastante, y que la televisión pública se salvara de la intervención, por pensar el PSOE (presionado por el Partido de los Socialistas de Cataluña) que no había lugar para que el gobierno central irrumpiese en los estudios de TV3 – algo que sin duda ofendería el marcado sentimiento nacionalista del PSC. Como hemos comentado antes, que las elecciones fueran tan pronto no permitió al constitucionalismo rearmarse ni al independentismo perder el impulso de lo que había sido su clímax existencial (la proclamación de la república). Además, que TV3 permaneciera sin intervenir dio al independentismo un arma más para acudir con fuerza a la cita electoral del 21 de diciembre.

Un año después, los partidos de la Oposición, PP y Ciudadanos, claman a favor de un 155 duro y extendido en el tiempo, es decir, abogan por la intervención completa de la autonomía, por el envío de funcionarios del gobierno central a Cataluña para gobernarla, puede que incluso por la clausura del Parlamento autonómico. Pero hemos de recordar que la apuesta por un 155 extenso es posible a día de hoy porque el año pasado ya se exploró el camino de este artículo: ya existe precedente y fue gracias al “inútil” 155 de Mariano Rajoy que aunque solo sirviera para eso, ya sirvió para bastante. Citando El Príncipe de Maquiavelo: el andamiaje sigue montado contra la fachada del edificio y se puede utilizar para continuar las obras.
Ahora falta decidir la magnitud de la obra. Hemos llegado a un punto en el que solo queda la abolición de la autonomía catalana. Es un caso algo diferente al que protagonizó el Gobierno de Alejandro Lerroux en 1934 cuando se proclamó la República catalana. Entonces se aprobó una ley por la que se suspendía sine die la autonomía, reemplazándose la Generalidad por el Consejo de la Generalidad, un órgano nombrado por el gobierno central y bajo el control del gobernador general de Cataluña – sin embargo, la CEDA, el partido que apoyaba al Gobierno del Partido Radical, siempre demandó la abolición del Estatuto. En 2018 la opción lerrouxista no es viable pues a pesar de que se suspenda la autonomía sine die no se ataja el problema de las excesivas competencias que la Generalidad tiene asignadas. La opción cedista es la que debería prevalecer. La base moral de la constitución de una autonomía se basa en el pactismo: el Estado cede parte de sus competencias a la Comunidad Autónoma, basándose este pacto en una condición tácita de absoluta lealtad institucional; en el momento en el que la Comunidad Autónoma traiciona al Estado, éste se ve liberado de su compromiso para con el autogobierno. El proceso de curación de la herida catalana pasa por primero limpiarla, cosa que solo puede hacerse teniendo un control directo de la región desde Madrid, y después coserla mediante un proceso de refundación institucional: la sociedad catalana debe ponerse a trabajar para la presentación a las Cortes de un nuevo proyecto de Estatuto. Esta es la única forma en la que puede cerrarse el ciclo. Existen los precedentes históricos en los que apoyarnos: la ley de diciembre del 34 de Lerroux y la Aplicación del 155 en octubre de 2017. Es hora de aprender de las lecciones del pasado.