En la comunidad internacional resuenan voces que llaman a la intervención política y/o militar en regímenes que se encuentran en descomposición y que por tanto pueden amenazar los Derechos fundamentales de sus habitantes: Venezuela, Siria, Yemen, los países subsaharianos en los que ahonda la anarquía política que lleva a sus gentes a migrar en busca de una vida mejor… Todos estos casos serían sujeto de intervenciones humanitarias, intervenciones destinadas a proteger los Derechos humanos. Sin embargo, y siendo una realidad universal que los Derechos humanos deben ser la doctrina central de todo pensamiento político, la cuestión de las intervenciones en otros países requiere de un razonamiento mucho más pragmático que muchas veces no se considera cuando se clama a los cuatro vientos a favor de la intervención en un tercer país.
El debate sobre el intervencionismo en los asuntos domésticos de un país es uno de los grandes que aún reverbera en la política internacional. Se dio por primera vez en el Congreso de Viena, cuando las potencias se reunieron para decidir sobre el futuro de la Europa postnapoleónica, y fue inaugurado por Rusia, que ansiaba intervenir militarmente para sofocar los conatos de revoluciones liberales que pusieran el absolutismo en peligro, y Gran Bretaña, que predicaba la no-intervención. El primer (y mayor) caso hecho a favor de la no-intervención fue el de lord Castlereagh, secretario de Asuntos Exteriores británico (1812-22), en su memorándum (state paper) de mayo de 1820 en el que se estipulaban las razones pragmáticas, realistas, por las que la intervención a favor del absolutismo de Fernando VII, derrocado por la revolución que dio pie al Trienio Liberal (1820-23) en nuestro país, era inviable. A pesar de que son dos siglos lo que no separa del memorándum de Castlereagh, son impactantes las lecciones y procederes que aún se pueden extraer de él. Son lecciones que deberían conformar el haber de todo hombre de Estado que en estos momentos tenga la idea de la intervención en un tercer país rondando en su cabeza – como sin duda la tenemos todos cuando nos asedian las pavorosas imágenes provenientes de Libia, Siria, Venezuela o el Yemen.

De las cosas más importantes que se pueden extraer del memorándum de 1820 es que compartir principios, como todos los países del mundo occidental comparten la reverencia a los Derechos humanos, no es algo que necesariamente provea para el desarrollo de una política común. Castlereagh lo argumenta en el contexto de 1820: Gran Bretaña se muestra tan contraria a la revolución como Rusia, pero compartir esa aversión no significa que vaya a actuar contra ella. Hemos visto un caso así no hace mucho tiempo. En respuesta al terrible asesinato del periodista Jamal Khashoggui, Alemania pidió a los socios europeos que cortaran el comercio armamentístico con el reino saudí. España, que se condena de forma tan firme como Alemania lo sucedido en el consulado saudí de Estambul y que es tan defensora de los Derechos humanos como cualquier otro país liberal, no pudo hacerlo por el terrible impacto que tendría en los astilleros gaditanos donde se construyen corbetas para la armada saudí (y, todo sea dicho, para los intereses electorales socialistas en Andalucía). Los intereses nacionales se imponen al ideal que comparten muchas naciones, algo que viene siendo norma en las relaciones internacionales. Por despreciable que a ojos de los países liberales puedan parecer los regímenes dictatoriales de otras regiones del mundo, la intervención en su contra no es una opción ni realista ni pragmática – el recuerdo de Irak se mantiene presente, como debe ser.
La primera razón por la que no se puede intervenir es por la imposibilidad de marcar un “barómetro de intervención”: ¿quién intervendrá? ¿de qué forma? ¿durante cuánto tiempo? ¿en qué casos sí y cuales no? Castlereagh lo menciona en su memorándum: el primer argumento en contra de un intervencionismo idealista (a favor del absolutismo en 1820 y de los Derechos humanos hoy) es la imposibilidad física de llevarlo a cabo. ¿Debe la comunidad internacional intervenir para derrocar a la sanguinaria dictadura de Nicolás Maduro? Nadie dirá que no. Pero entonces a Venezuela debe seguirle Nicaragua, y a Nicaragua los países centroamericanos que padecen el terror de las maras y los cárteles, y a estos los países del Norte de África y el Sáhel donde se agrupan las mafias traficantes de personas con los grupos fundamentalistas… La lista no tiene fin.
El proyecto de la intervención, que ya en sí es una operación peliaguda – en términos de costes, de cooperación internacional, de apoyos internos –, se torna laberíntico cuando el tirano es derrotado. ¿Cuánto tiempo permanecerán las fuerzas intervencionistas en el territorio? ¿Serán bien recibidas por los nacionales? Incluso en las peores tiranías, muchos nacionales no dejarán de ver el intervencionismo como una “invasión extranjera” o “imperialista” que otros no tardarán en usar demagógicamente para sus propósitos políticos. Además, la presencia de tropas extranjeras alienta todo tipo de nacionalismos que devienen en antiimperialistas y que son extremadamente volátiles. Y, ¿qué régimen sucederá a la dictadura? ¿Será suficientemente fuerte uno que elijan los habitantes de un país demacrado por el autoritarismo y la crisis socioeconómica? ¿O tendrá que imponerlo la comunidad internacional, a riesgo de que pueda ser visto por los nacionales como un proyecto neocolonial?
La cuestión de la construcción del Estado post-intervención es la más compleja de todas y es la que desbaratar y hace inviable todas las deseadas operaciones para salvaguardar los Derechos fundamentales. No sería la primera vez que un Estado que es sujeto de la intervención de la comunidad internacional se desestabiliza todavía más y arrastra a la anarquía a sus vecinos. El caso más claro es el de Saddam Hussein. Con armas de destrucción masiva o sin ellas, Hussein era de los peores déspotas que vio la segunda mitad del siglo XX. Sobraban las razones humanitarias para derrocarlo. Y sin embargo su mano sanguinolenta había mantenido Oriente Medio bajo tal régimen de terror que hasta las tormentas de arena parecían haberse refugiado. La cuestión de la invasión quebró la unidad de la alianza occidental ya que Alemania y Francia no secundaron a Estados Unidos y Gran Bretaña. Tras la caída del dictador, Irak implosionó. Hoy, quince años después de la invasión anglo-americana, la región continúa incendiada.
La intervención es el problema más difícil de enfrentar en las relaciones internacionales, por ser uno de los que más variables, intereses y factores enfrenta. Dado que la política es el arte de lo posible, la intervención en países donde se vulneran los Derechos humanos debe ser sujeto de un extensísimo estudio que, en mi opinión, debe tener como base las lecciones que daba Castlereagh que son las conciernen al funcionamiento posibilista (i.e. realista) del Estado. Eso es lo que hace de este problema uno que, como tantos otros en política, no tiene solución. Lo más triste, sin embargo, es que también es el más acuciante ya que son seres humanos, iguales que nosotros, los que padecen la vulneración de unos derechos que, por el mero hecho de ser de la especie humana, son sujetos.