El peligro de apaciguar: ¿cuándo vamos a darnos cuenta?

Durante los años treinta, mientras el Gobierno de Neville Chamberlain cedía y cedía ante las violaciones del Tratado de Versalles llevadas acabo por la Alemania nazi, la prensa se llenaba de viñetas que advertían de los peligros de apaciguar a las dictaduras. El apaciguador entrega a sus amigos a un cocodrilo; espera que, alimentándolo lo suficiente, lo vaya a comer el último – reza la frase atribuida a Winston Churchill, quien durante los años treinta auguró que Hitler no se iba a dar por saciado nunca. El apaciguamiento no puede ser una estrategia a largo plazo; la historia advierte contra ello. Está comprobado que apaciguar únicamente aumenta las ansias del apaciguado, el cual considera que nunca dejará de obtener ventajas mientras presione. Los británicos aprendieron la lección del apaciguamiento en 1939 cuando para ponerle freno tuvieron que ir a la guerra. En España hemos aprendido la lección hace poco (año 2017) y sin embargo ya la hemos olvidando. O más bien la ha olvidado el Gobierno, que es el que nunca debería hacerlo.

Las raíces de la cuestión catalana son complejísimas. Uno puede remontarse a la unión dinástica con los Reyes Católicos, a la centralización borbónica o a las diferentes concepciones que había de España en el siglo XIX en busca de los orígenes del conflicto España-Cataluña. Que nos podamos remontar tanto en la historia se debe a que la cuestión catalana forma parte de la cuestión territorial española (i.e. la cuestión de convivencia entre los diferentes reinos/entidades políticas que reinos peninsulares que no nacieron como un ente solo), la cual marca la existencia histórica de España de la misma forma que la cuestión de ser un país insular antes que europeo marca la existencia del Reino Unido. Uno de los episodios de esa cuestión territorial que viene prolongándose desde la Reconquista, ha sido el de la crisis catalana en la democracia. La herida catalana se ha tratado en los últimos cien años de dos formas: en la Restauración, la Segunda República y el Franquismo se cosió a la fuerza y con una aguja ardiendo; en la democracia, debido al idealismo del autonomismo, se apaciguó. Se prolongó así en el tiempo una situación que – como algunos vaticinaban en los años 90 – iba a acabar haciéndose insostenible.

El nacionalismo dentro de un Estado es un ente al que no se puede apaciguar porque tiene una meta volante extremadamente alta e imposible de conseguir sin un enfrentamiento directo: la independencia. Separarse del Estado que no les deja ser Estado-nación por su cuenta es la piedra angular de todos los secesionismos. Sucedía con los griegos, los armenios y los árabes en el Imperio otomano, con finlandeses y ucranianos en el Imperio ruso, con los magiares y los eslavos en el Imperio austríaco. (Que tomen nota en Podemos, estos que son Estados plurinacionales). Apaciguar los nacionalismos a base de concesiones (como sucedió en estos ejemplos y como ha sucedido en España desde los años 90) no hará desaparecer la meta de la independencia. Con cada concesión se verán más cerca de lograrla y por lo tanto redoblarán sus esfuerzos por, primero, acercarse más a ella a base de debilitar al Estado, y, segundo, conseguirla enfrentándose directamente al Estado cuando esté débil.

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Esta viñeta de Theodor Suess Geisel, de 1941, reflexiona sobre la posición de algunos políticos americanos que esperaban poder lidiar con Hitler sin tener que intervenir en la guerra europea. El apaciguador confía en que los monstruos marinos que lo rodean vayan a marcharse cuando les de la última piruleta. Geisel retrata así la insaciabilidad de los apaciguados y la ingenuidad de los apaciguadores.

En España, cada apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos en el las Cortes Generales a los sucesivos gobiernos ha sido a costa de debilitar al Estado. Poco a poco, el Estado ha ido saliendo de sitios como Cataluña y el País Vasco (a donde tuvo que volver por la fuerza por causa del terrorismo). En Cataluña el poder estatal no puede estar más debilitado y a los independentistas no les queda más que arrancarle, solo les queda enfrentarlo con el fin de librarse de él. Así llegamos al otoño de 2017 cuando el independentismo finalmente confrontó al Estado; éste se mantuvo fuerte y reaccionó al golpe; vuelta al principio – con la lección aprendida, esperábamos.

Parece que no. Ahora se da la situación en la que un Estado que aun no ha recuperado su fuerza en Cataluña, se empeña en continuar entregando más comida al cocodrilo. «Si lo cebamos mucho igual se llena y no nos come», debe ser la forma de razonar de Pedro Sánchez en su Consejo de ministros. Solucionar la cuestión catalana con diálogo y política, como quieren desde la Moncloa, implicaría aumentar el número de competencias transferidas, entregándoles la independencia de facto para que así dejen de buscarla de iure. El problema es que el cocodrilo nunca se harta. Y cuando tener la independencia de facto le parezca poco, querrá la independencia de iure.

Pedro Sánchez depende del independentismo para mantenerse en el poder, no tiene sentido negarlo. Lo que sucede es que su supervivencia también depende (de forma crucial en el medio plazo) del voto españolista de la Izquierda. Se encuentra en la diatriba de que sus gestos al independentismo, como permitir la reapertura del DIPLOCAT o que la Abogacía del Estado desestime el delito de rebelión, no son suficientes para ahuyentar al cocodrilo pero sí que bastan para alienar al votante españolista del que puede depender su reelección. Si Sánchez no se lanza a convocar elecciones ya es porque sabe que igual no le sale el pastel con tan buena pinta como a José Félix Tezanos en su cocina del CIS. Pero (curioso) el independentismo también está en un brete semejante al de nuestro presidente: lo que el Estado pueda darle para apaciguarlo ya no lo llena pero tampoco se siente lo suficientemente seguro como para ir a por otra intentona de independencia por la fuerza, especialmente desde que hay una voz que advierte de la vida en la cárcel que espera a los que fracasan. A su vez, Quim Torra tiene que apaciguar a los cachorros del independentismo más salvaje, los CDR, que se le han ido de las manos y que están tan hartos de que España les de migajas como España de entregárselas.

Sánchez debe entender, como han entendido otros antes que él, que el apaciguamiento, además, empeora el conflicto a largo plazo. Si Francia y Gran Bretaña se hubieran enfrentado a Hitler en 1936, cuando invadió la zona desmilitarizada de Renania, habría habido una guerra general pero mucho más leve que la del 39. Alemania estaba más débil y no había habido oportunidad de que el sistema internacional que la contenía se debilitara. Entraron en guerra en 1939 y fue terrible. La idea de Hitler era haber esperado a 1942…

Que no se engañen en Moncloa. Dando más competencias solo se agravará el problema territorial. Cuanto mayor es la altura más fuerte y dolorosa la caída. Enfrentarse a una Cataluña que solamente tuviera transferidas unas pocas competencias sería mucho menos duro que enfrentarse a una Cataluña quasi-independiente que ya cree tener la legitimidad para devenir en Estado. Cada día de apaciguamiento es un día más de conflicto en el futuro. Sánchez nos aboca a ese error. Lidiar con una Cataluña que lo tenga todo será inmensamente más difícil, y no en términos logísticos sino en términos de reconstrucción y convivencia: ¿cómo comenzar de cero cuando va a haber una sección de la sociedad catalana que recuerde que, por la vía de la presión al Estado, pudo conseguirlo casi todo? Es vital que el presidente comprenda que el apaciguamiento es inútil, que la meta volante de la independencia jamás desaparecerá, y que con cada competencia que ilusamente transfiera a la Generalidad solo se exacerbará el conflicto al que inevitablemente están avocados el apaciguador que se harta de dar y el apaciguado que pierde la paciencia.

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