No es una frase mía, es de la exvicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría. Se la dijo a Joan Tardá, diputado de Esquerra Republicana de Cataluña, en el Congreso durante una sesión de control el 1 de febrero de 2017. «Señoría, tiene usted la piel más fina que la boca. ¿O acaso quiere que todos demos un curso de urbanidad parlamentaria con el señor Rufián?», soltó la vicepremier después de que el diputado independentista asegurara que miembros del Partido Popular habían afirmado que el Gobierno de la Generalidad era «xenófobo». Es curioso que los primeros en poner el grito en el cielo cuando alguien les «ataca» sean siempre los matones del recreo. Los diputados de ERC protagonizan día sí, día también en las Cortes los episodios más abyectos: desde llamar fascistas a todo el que no piensa como ellos a escupir a un miembro del Ejecutivo. Los que más insultan son luego los más sensibles a la hora de recibir. Qué curioso: debe ser un rasgo común de los populismos, como se ha visto con Vox este pasado sábado.
El presidente de Vox, Santiago Abascal, se escindió del Partido Popular en 2008 tras el Congreso de Valencia en el que se consolidó el programa de tecnocracia no ideológica rajoyista. Es comprensible que Vox, que es una fuerza puramente ideológica sin ningún tipo de proyecto pragmático —como se vio en sus exigencias para la investidura de Juan Manuel Moreno en Andalucía—, se muestre contrario a los resquicios del rajoyismo que dan más importancia a los hechos y el raciocinio que a los sentimientos exaltados. Su postura es, por supuesto, legítima y puede incluso que la acertada electoralmente (gobernar es cosa bien distinta y me vuelvo a remitir al documento andaluz). Pero lo que hace que Vox sea tan parecido en sus formas a movimientos como ERC y Podemos, es precisamente que tiene la piel más fina que boca.
El partido de Santiago Abascal denuncia sistemáticamente que desde otras regiones del espectro político se les tacha, de forma despreciable, de «defensores del machismo» y «fascistas». Son insultos intolerables que denigran el peso semiótico de las palabras hasta banalizarlas, pues tan incorrecto es acusar a Vox de «fascista» como al asesino de «ladrón». Pero en Vox, donde hacen bandera de ser los parias del sistema que solo crecen cuanto más se les insulta, demuestran ser tan matones como las peores formaciones de la política. El último caso ha sido el de Galicia, que por ser bastión del rajoyismo se convierte en diana no de la crítica voxista sino de sus bilis. El pasado sábado el partido del señor Abascal publicaba un tuit que decía: «Y si queréis [el PP] otro día hablamos de las leyes ideológicas del PP de Galicia porque además de nacionalista, el señor Feijóo es un progre que asume la agenda totalitaria de la izquierda».

Este es un comentario tan despreciable como los que recibe Vox. Ser insultado no da derecho a insultar. No existe un quid pro quo en lado abyecto de la vida y eso es lo que Vox parece estar asumiendo como verdad axiomática.
La palabra «progre» que los de Abascal utilizan como arma arrojadiza es exactamente igual que el término «fascista» que usan los independentistas catalanes para referirse a los constitucionalistas. Vox irrumpió en el panorama político español defendiendo una España sin complejos contra la superioridad moral ejercida por la Izquierda. Qué poco han tardado en ser ellos quienes clamen tener superioridad moral sobre el resto (igual de poco que los de Podemos en convertirse en casta). Cuando Vox afirma que hay personas en la Derecha que son «progres» por haber asumido la «agenda totalitaria de la izquierda», se está arrogando una categoría moral superior para decidir qué es totalitario y qué no, qué es asumir la agenda de otro, qué supone traicionar valores y qué supone «no ser una buena persona de derechas». Y es que desde el momento en el que se acusa a otro, en el momento en el que se deja de criticar el proyecto político y se empieza a cargar contra lo que uno es («progre»), se está asumiendo una condición moral elevada que es la que posibilita hacer las distinciones y establecer conceptos de decencia, traición, respeto y valentía.
Desde el partido de Santiago Abascal marcan categorías bajo las que colocan a los que no son como ellos. El discurso de Vox se basa, como el de Podemos, el de ERC y el de otros movimientos populistas, en las dicotomías. Vox establece diferencia entre los «progres» y los «sin complejos»; entre la «derechita cobarde» y la «España viva y valiente»; entre los «traidores» y los «honestos»… Y, finalmente, entre «los que insultan» y los «insultados». En su visión divisora de la realidad, además, tiene preeminencia absoluta un argumento propio del maniqueísmo político (que emerge de la doctrina filosófico-religiosa del siglo III d.C. que dividía todo entre el bien y el mal, conceptos universal): la crítica a Vox es equivalente al apoyo al PSOE, Podemos o al «mundo progre». Cuando se critica su falta de pragmatismo y experiencia política, Vox responde inmediatamente de forma maniqueísta agitando la incomptencia de los «otros»o achacando el fondo de la crítica a ser víctima del imperio mental de lo políticamente correcto. Relacionar a la Derecha no voxista con la Izquierda o invalidar su capacidad crítica por considerar que está hipnotizada por el totalitarismo, es la forma que tiene Vox de no ponerse frente al espejo y reconocer, por ejemplo, que cuando en un documento de investidura no se propone ninguna medida contra el desempleo en una comunidad con el 21,3% de paro, es que se carece del más mínimo criterio para gobernar.
El discurso de Vox se limita a una extrapolación de su superioridad moral frente a la que supuestamente tienen los demás. A nivel universal, diferencian el mundo entre buenos y malos. A nivel particular, es decir dentro de la Derecha, lo diferencian entre «progres/traidores/cobardes» y «los sin complejos de Vox», lo que es sectario e insultante para los millones de españoles de derechas que rechazan a Vox por su ideario político (y a partir de ahora por sus desprecios). Y es que en España ya tenemos bastante de discursos compasivos o acusativos contra los que no siguen ciertos movimientos. En su autoconcepción de gente sin complejos y valiente, Vox y el resto de populismos tienden a considerar que tienen un monopolio sobre el insulto y una moralidad omnipotente que les permite trazar diferencias y categorizar a los no piensan como ellos. Al final todo populismo, sin importar su posición política, tiene una visión divisoria en la que se ataca todo aquello que no se puede controlar: la justicia, la prensa, las instituciones, y las personas que no comulgan con el ideario establecido.