La incógnita del PP: la coalición con C’s y Vox

La XII Legislatura tocará a su fin el día 5 de marzo cuando se sancione el Real decreto de disolución de las Cortes. Ha sido una legislatura de tres años en la que se ha aplicado el Artículo 155 de la Constitución por primera vez y en la que, también por primera vez, se ha conformado un nuevo gobierno tras una moción de censura. Lo que nos depara la XIII está aun por verse pero claro está que no va a resucitarse el turnismo que tanta estabilidad ha brindado a nuestro país. Puede que la XIII sea hermana de la XI y que la aritmética no permita la conformación de un gobierno y aboque a una repetición de elecciones. Lo cierto es que la XIII traerá partidos nuevos, y no solo por Vox al que se pronostica (más allá del vilipendiado CIS) una poderosa irrupción. Los nuevos partidos que nos encontraremos a partir del 28 de abril son, precisamente, los más viejos. El Partido Popular y el Partido Socialista no han sobrevivido a la primera legislatura sin bipartidismo: el PP perdió el gobierno tras una moción de censura, y el PSOE, tras la incapacidad de sacar adelante el Presupuesto. La XII Legislatura ha servido de transición para los viejos partidos turnistas, que ahora se amoldan al futuro en el que la alternancia mecánica entre socialdemocracia y conservadurismo está más lejos que nunca. La pregunta clave es si esa transición es la adecuada.

En el Partido Popular el cambio ha sido muy visible por el abrupta sucesión contra naturam. Aunque sí era natural que Mariano Rajoy sucediera a José María Aznar en 2004 — Rajoy había sido miembro del gobierno desde 1996 y alto dirigente del Partido —, la sucesión de Pablo Casado no lo ha sido. (El sistema de primarias es el que provee para que las sucesiones puedan ser de este modo). La sucesión natural era la de Soraya Sáenz de Santamaría o la de Dolores Cospedal, no la de Pablo Casado. Sin embargo, el advenimiento del joven vicesecretario de Comunicación puede que provea, en la XIII, con un PP menos traumatizado por el fin del bipartidismo. En otras palabras, Casado, tanto por ideología como por personalidad, puede ser más apropiado para dirigir un gobierno de coalición.

Mariano Rajoy era un león viejo y así lo demostró en su política de pactos con Ciudadanos. El PP de Mariano Rajoy logró que aquel Ciudadanos, que había jurado sobre todo cuanto es sagrado que jamás pactaría un gobierno en el que pudiera haber alguien, como Rajoy, que les recordara a la corrupción, le brindase estabilidad y apoyo en los momentos más difíciles. Ciudadanos no dejó solo al PP en el incómodo asunto de la exhumación de la momia de Francisco Franco, cuando ambos de abstuvieron; lo apoyó con el real-decreto de la estiba, cuya no aprobación pudo haber sido un terrible golpe al gobierno; y sacó adelante los Presupuestos conservadores, a pesar de que también fuera necesario el apoyo del PNV (el otro partido con el que Ciudadanos no iba a hacer nada de nada pero con el finalmente se encamó por mediación de Rajoy). Mariano Rajoy, con su inmovilismo pragmático (su galleguismo), poco menos que hizo de su segundo gobierno uno semejante al primero de Aznar: sin mayoría absoluta, pero respaldado y afianzado. Mariano Rajoy no hubiera sido el político que mejor hubiera llevado un gobierno de coalición con Albert Rivera. La idea del gobierno en coalición no está arraigada en la cultura política española donde el turnismo ha sido nuestra tradición inmemorial. Y puede que Soraya Sáenz de Santamaría o Cospedal fueran las herederas de un PP acostumbrado a que cuando se hace el sordo a los improperios de los demás, éstos se acaban aburriendo. Pero esa época pasó.

Lo que nos depara la XIII Legislatura según las encuestas es un panorama parecido al que dejaron las elecciones autonómicas andaluzas. El gobierno de coalición entre PP y Ciudadanos apoyado por Vox se vislumbra como la única alternativa a Pedro Sánchez y sus socios independentistas. Con Pablo Casado, dicha coalición es posible por afinidad del nuevo líder popular con los que serán sus compañeros de Consejo de Ministros.

Y es que casi tan importante como la afinidad ideológica, Casado y Rivera tienen una una afinidad natural simplemente por lo generacional. Cuando el káiser Guillermo II de Alemania ascendió al trono en 1888, se encontró con un octogenario Otto von Bismarck en la cancillería heredado de su abuelo, el emperador Guillermo I. Bismarck llevaba rigiendo el destino de Prusia (después Alemania) desde hacía casi tres décadas; el emperador había pasado a un segundo plano porque estaba acostumbrado al poderío y conocimiento del viejo canciller. Guillermo II, de veintiséis años en 1888, aguantó hasta 1890 con Bismarck en la cancillería. Ambiciones, ideologías, consideraciones… y generaciones diferentes, fueron las que truncaron aquel gobierno. Un gobierno de coalición entre el rajoyismo pausado, pragmático, antiideológico, y Rivera no hubiera durado. Los rajoyistas actuarían a lo Bismarck: la inmensa experiencia, los años innumerables al frente de la gestión; todo haría que el joven quedara oprimido por un viejo de sabiduría vasta pero molesta. Con el rajoyismo de segunda generación, el «sorayismo», lo más previsible, a mi entender, hubiera sido un gobierno de «primates» —esos que se pusieron de moda durante la crisis de la Restauración en la que se llamaba a viejas glorias curtidas a regresar a la política en tiempos de emergencia nacional— pero una coalición paritaria que satisfaciera enteramente a Ciudadanos. Casado, sin embargo, carece de experiencia política y comparte generación y gran parte de su discurso con Rivera. Una sintonía binaria entre ambos puede dar resultado.

En este hipotético ministerio liberal-conservador planeará la incógnita de Vox. Las encuestas pronostican una irrupción de Vox con una media de entre 20 y 30 escaños (algunas 40), que luego serán menos por los entresijos de la ley electoral. Vox va actuar como bisagra. Pablo Casado haría bien en tratar a Vox como su antecesor, Mariano Rajoy, trató a Ciudadanos. El rajoyismo era muy efectivo en lidiar con socios parlamentarios. Se trata de conseguir que Vox, en las Cortes, se convierta en una prolongación del Partido Popular, como de alguna forma u otra lo fue Ciudadanos entre 2016 y 2018.

Y sin embargo esta es una cuestión aporética: es a la vez muy fácil y muy difícil someter a Vox. La facilidad reside en que Vox es un partido que nace aislado en el Congreso y cuyo hueco para respirar en el cordón sanitario se encuentra en el PP. La dificultad reside en hermanar a Vox y Ciudadanos —aquí es donde entra en juego la maniobra andaluza—. Que la radicalidad de Vox arrastre al PP es algo, a mi juicio, poco probable. Ese radicalismo podría presionar al PP si Vox encontrara a otro con el que hacerle la pinza a los conservadores. Pero, como he dicho antes, Vox va a estar solo. Si airea su radicalismo será tan importante como un niño que airea su enfado desde un rincón: habrá que dejarlo ahí hasta que se le pase la pataleta. Ahí va a ser importante que Pablo Casado aprenda de Rajoy: «a veces no hacer nada es con lo que más se hace». Los asuntos que Vox vete habrá que dejarlos un rato macerando, dejando que el paso del tiempo aburra y agote a los exaltados, antes de retomarlos.

No tiene sentido que un PP fuerte (aunque sea un PP de 90 escaños) acepte los faroles de un partido de 30 (posibles) escaños. Rajoy no lo hizo con Rivera y eso que ambos protagonizaban enfrentamientos que bien podrían apuntar hacia una ruptura de la alianza. Sesiones de control tratando sobre Cataluña, la justicia, la corrupción… podían poner nerviosos a muchos. Pero Rajoy no se asustaba con el farol de un grupo de 32 diputados que, al final, necesitaba presentarse como apoyo parlamentario del Gobierno para creerse útil y rentable a los españoles. Esa es la estrategia que debe seguir Pablo Casado respecto a Vox. Tiene suerte de que haya grupos parlamentarios que no vayan a mirar a Santiago Abascal a la cara; Rajoy tenía que lidiar con la posibilidad de que un día Rivera se hartara de él y mirara hacia la izquierda del Hemiciclo.

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