Los países son sujeto de un fenómeno que Pierre Renouvin, grandísimo teórico de la historiografía diplomática, definió como «les forces profondes», las fuerzas profundas: los impulsos que hay bajo el tejido de las sociedades que determinan todo movimiento político. La gran cuestión que yace bajo la piel de España, por ejemplo, es la cuestión territorial; esa es nuestra esencia. La de Rusia, el estar en dos continentes sin pertenecer a ninguno de los dos. La del Reino Unido, más bien la de Inglaterra —que es el ente político que, como Castilla en España, monopoliza el concepto británico—, es la de ser o no ser parte de Europa. Durante toda su historia, Gran Bretaña ha ejercido una política condicionada por si situación geográfica despegada del continente: ha sido, a la vez, la más europea y la menos europea de las potencias; a la vez la salvadora del continente, la vencedora de Luis XIV, Napoleón y Hitler, y la recelosa aislacionista que miraba a sus aguas y su imperio desdeñando lo que sucedía al otro lado del Canal. El Brexit encarna la tendencia aislacionista de Gran Bretaña, como ya lo hiciera el Canningnismo de 1820 o el splendid isolation de 1860 a 1880. Este posicionamiento aislacionista valía en el siglo XIX, cuando Gran Bretaña era una de las escribidoras del orden internacional, pero no en el siglo XXI. En este siglo la fuerza de Gran Bretaña reside en Europa puesto que aquello que muchos brexiteers pensaban que los iba a salvar tras la ruptura ha desaparecido: la relación fraternal anglo-americana, la comúnmente conocida como special relationship.
A la special relationship entre los Estados Unidos y Gran Bretaña se le estiman unos 100 años de vida, no más, por extraño que parezca. El siglo XX fue el siglo anglo-americano porque estaba en el interés de Gran Bretaña que así fuera: era la única forma de garantizar una transición pacífica del decadente poder británico al pujante poderío americano, especialmente tras finalizar Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y comenzar la lucha global contra el comunismo.
Desde 1916, cuando Estados Unidos comenzó a apoyar a los Aliados contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), hasta 2016, año en el que se resucitó el aislacionismo británico, con el Brexit, y el americano, con la elección de Donald Trump como presidente, los dos países hermanos han regido el mundo —por ser el orden que lo rige un orden anglo-americano forjado durante estos cien años. La special relationship tuvo sus momentos álgidos a comienzos de la Guerra Fría, cuando los americanos relevaron a los británicos como potencia hegemónica (lo que se refleja en el reemplazo de tropas británicas por tropas americanas en la guerra civil griega en 1947), y a finales de la misma, con el estrechamiento de relaciones entre Ronald Reagan y Margaret Thatcher, dos gobernantes que encarnaban el neoliberalismo económico, la fortaleza frente al comunismo y la claridad moral. La invasión conjunta del Irak en 2003 fue el primer golpe a la special relationship pues llevó a una alteración de las «fuerzas profundas» de la Izquierda británica, que desde entonces se revolvió contra lo que representaba el proyecto de alianza americana —identificado desde entonces con la impopular persona de George W. Bush.

Trump, que pugna por regresar al aislacionismo que predica la corriente «Jacksoniana» de la política estadounidense, no es un mandatario que vaya a revalidar la relación especial con Gran Bretaña. Su elección se produjo tan solo unos meses después de que Gran Bretaña decidiera sobre su futura pertenencia a la Unión Europea, y cayó como un jarro de agua fría para muchos de los estudiosos de las relaciones anglo-americanas, que comenzaron a barajar la hipótesis de que la special relationship podía tener los días contados. Muchos brexiteers esperaban que desembarazarse de la Unión Europea fomentara el acercamiento a Estados Unidos y el fortalecimiento de esta alianza transatlántica en materia económica, diplomática y de inteligencia. No esperaban que Donald Trump fuera estar respondiendo las llamadas en la Casa Blanca. Se confirma que la gran estrategia en la que muchos brexiteers habían puesto sus esperanzas, se desvanece.
David Reynolds, en 1986, realizó un estudio de lo que había sido la special relationship anglo-americana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Lo más interesante, en mi opinión, de su artículo es el estudio que hace del concepto special relationship en sí. Éste es un término que ha sido utilizado por muchas diplomacias del mundo para describir sus relaciones con los Estados Unidos de América. Israel, Brasil, Taiwán, Corea del Sur, el Irán Imperial, Vietnam del Sur…; todos estos países y regímenes (además de Gran Bretaña) a lo largo del siglo XX han dicho tener una relación especial con América que trascendía la diplomacia normal o natural que otros Estados pudieran tener. La extensión del término evidencia que lo que Gran Bretaña tiene con Estados Unidos, a pesar de la hermandad histórico-cultural, no va más allá de lo que puedan tener otros que también claman ser sujetos de la special relationship.
Hay algo muy curioso que rodea la utilización del término special relationship: siempre se produce en la misma dirección, del país menor hacia los Estados Unidos; nunca al revés. ¿Cuántas special relationships puede tener América? Si tuviera tantas como países que dicen tener una hay , el término special relationship carecería de sentido por ser la norma y no la excepción —o el único y fantasioso sentido que cobraría sería de que cada relación bilateral es diferente y por tanto especial a su manera, y entonces todo país tiene special relationships. Todo esto nos lleva a que no son los Estados Unidos los que dicen tener tratos preferenciales en su diplomacia; son las potencias menores, las potencias débiles en entornos hostiles, las que se apresuran en advertir a sus rivales de que tienen la protección de los Estados Unidos porque gozan de una relación especial con ellos. En esencia, la figura de la special relationship es un recurso de retórica diplomática para camuflar la debilidad. Miremos la situación en la que se encuentran los adalides de la special relationship. Taiwán vive bajo la amenaza permanente de que la República Popular de China, que desde la guerra civil no ha dejado de considerar a la Isla de Formosa como una provincia rebelde, la invada. La historia del Estado de Israel es la de un enemistad permanente y violenta con los países árabes que lo rodean los cuales han hecho piedra angular del discurso nacionalista árabe la incompatibilidad existencial entre la Nación árabe e Israel. Corea del Sur es un Estado que vive en permanente alerta por la amenaza de Corea del Norte, un Estado villano («rogue state» en inglés) que nunca ha renunciado a la reunificación de Corea bajo el comunismo.

Gran Bretaña esgrime ahora la necesidad de recuperar la special relationship con América —que para suerte de los británicos es ciertamente más tangible, por motivos culturales, que las otras supuestas special relationships— porque se enfrenta a un escenario incierto como pocos en su historia reciente y que puede condenarla a un aislacionismo extremadamente peligroso. De llegar a consumarse el Brexit, tanto el Brexit «duro» como el «suave», Gran Bretaña se encontrará en una situación de extrema debilidad que de cara al exterior —de cara a los negociadores de la Unión Europea también— ahora trata de enmascarar con la certeza de que la alianza americana está ahí, esperando. Pero al otro lado del Atlántico parecen no compartirlo. Trump es un presidente contrario a la special relationship con cualquier país pues considera que tras el término, y tiene cierta razón, se esconde una intención de manipular o de utilizar la alianza de la civilización occidental con fines particulares. Y el criterio del presidente de los Estados Unidos es que, para que eso suceda, mejor que no haya alianza.
La baza americana después del Brexit no existe, no mientras Gran Bretaña piense que puede hermanarse con América a través del aislacionismo. Porque después de Trump vendrá un presidente multilateralista que mirará con recelo a los británicos que abandonaron la Unión. El mayor interés geopolítico que puede tener Gran Bretaña en este momento es o regresar a la Unión o conseguir un Brexit extremadamente suave. Más allá de los acuciantes problemas socio-políticos y económicos, en Westminster no deben ignorar el hecho de que si hay Brexit, Gran Bretaña quedará a la deriva, porque el plan de contingencia geoestratégico de reforzar la special relationship con América se ha desvaneciendo.