Realismo, pensamiento y sentimiento

En 1919, acabada la Primera Guerra Mundial, emergió la teoría del Idealismo: los Estados estaban tan impactados por el efecto de la guerra que indagarían en sus relaciones diplomáticas y comerciales para establecer vínculos beneficiosos que impidiesen una futura confrontación. No es de extrañar que desde 1945 primase el Realismo, una visión mucho más prudente y pesimista de la realidad, dado el terrible fracaso de la doctrina idealista, reflejado en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). No, no y no: era imposible que un sentimiento victimista y revanchista surgiera en una Alemania democrática como la de 1919 y acabara conformando un Estado totalitario en apenas quince años. El Idealismo, más allá del 1919-1939, no es una doctrina fiable porque tiende a eclipsar o a no mirar de frente a los males que puedan avecinarse.

A día de hoy, en España hay dos tipos de idealismo: el del socialismo y el del populismo, ambos extremadamente peligrosos por su ingenuidad. El socialismo siempre fue una ideología idealista, dominada por la ominosa creencia de que la empresa privada lo resiste todo, que la imposición fiscal trae más riqueza que el consumo, y que el gasto público puede dispararse siempre que haya crecimiento económico, por mínimo que sea. El populismo tiende a un idealismo maniqueo que diferencia entre el que aporta soluciones y el que no las quiere considerar. A todas las propuestas de Vox y de Unidos Podemos, los dos partidos populistas del momento, se les puede, perfectamente, acomodar la frase «es muy sencillo…». ¿Por qué? ¿Por qué todo es tan sencillo? Porque son idealismos basados en el sentimiento, no en el pensamiento — porque a la mínima que se piense, uno se da de bruces contra una realidad de hormigón en la que las cosas, y sobre todo la gobernación, son complicadas. El populismo, en esencia, lleva a engaño pero no únicamente a los votantes, si no a los propios gobernantes, y eso es lo verdaderamente peligroso.

En Unidos Podemos consideran que subiendo el salario mínimo a 1200 euros, subiendo el impuesto de sociedades, el impuesto sobre la renta, manteniendo el de sucesiones…; tendremos crecimiento económico. Y verdaderamente lo creen. De la misma forma, el programa milagroso de Vox implica la reducción de la burocracia estatal mediante la abolición de las autonomías. La receta de los de Santiago Abascal es fantástica pues une en uno solo la propuesta del milagro económico y la recentralización territorial. Pero cuando la reforma del modelo constitucional, con todo lo que ello conlleva —las dimensiones complejísimas de la reforma en sí, el larguísimo proceso de conformación de un nuevo modelo…—, es condición sine qua non para el milagro económico, entonces o se quiere que el milagro económico sea en ocho años en vez de ahora, cuando se necesita, o verdaderamente no se le ha dado un ápice de pensamiento a la propuesta.

Ya he hablado de la política exterior de los populismos en otras ocasiones, pero mencionemos algunos ejemplos. Unidos Podemos proponía que España firmara el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares, al que se adhirieron países como Venezuela, México, Angola, Ghana… entre otros países de Iberoamérica, el Sudeste Asiático y África pero que no cuenta con el respaldo de las grandes potencias ni de las potencias nucleares. Firmar dicho tratado supondría una ruptura con el régimen internacional establecido por el Tratado de No-Proliferación (1968) que España sí que firmó y que sí que contribuye a la reducción del peligro nuclear. ¿Pero quién se va a oponer a firmar un tratado de sonido tan armonioso como el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares? Únicamente los que comprendan que adherirse a un pacto internacional en el que no están las grandes potencias supone minar la influencia de otro pacto que sí que está dando resultados. Lo mismo sucede con Vox. Las declaraciones sobre la «invasión islamista» que los líderes voxistas proclaman a diestro y siniestro pueden tener un terrible impacto sobre la diplomacia española con los países árabes, que se fraguó muy trabajosamente durante los años 70 y de la que dependemos para el comercio petrolífero y la seguridad del Mediterráneo. En política territorial, Vox propone la intervención de la autonomía catalana. Bien, a ese punto ya habíamos llegado. El «qué» ya lo conocemos todos, falta por dilucidar el «cómo»; eso es lo importante. Intervenir la autonomía no solventará el problema pues hará falta administrarla desde el Gobierno central, fortalecer la presencia del Estado mediante las delegaciones de Gobierno… Administrar lo público es muy difícil: se hace con pensamiento no con sentimientos. Todas las propuestas de los partidos populistas están tintadas de un idealismo peligroso. Y puesto que no creo que haya una maldad intrínseca en los políticos que los conduzca a plantear este tipo de cosas, me inclino hacia la explicación de que lo proponen por simple ignorancia. Y con la ignorancia no se puede gobernar, como no se puede practicar una operación quirúrgica ni impartir una clase.

Se avecina una etapa muy incierta que va más allá de nuestra particular política doméstica. Vamos hacia unas elecciones en las que nos jugamos el futuro de nuestro país frente a la crisis de confianza económica, política y social que vendrá en la década de 2020, como consecuencia de la adaptación a la economía de la era digital, la incertidumbre por el futuro de la Unión Europea, los conflictos comerciales entre superpotencias y la incapacidad de controlar los flujos migratorios o adaptar las economías nacionales a ellos. Cuando llegue ese momento no valdrán las soflamas, ni las promesas rimbombantes. Ahora que el 28-A está sobre nosotros, es importante que nos paremos a reflexionar en la diferencia entre pensamiento y sentimiento. Es muy fácil votar a opciones que defiendan el sentirse español, y la patria y el escudo y el himno y todo. Puede que incluso sea necesario después de unos años de tecnocracia no ideológica en los que este tipo de sentimientos en la Derecha han quedado supeditados al correcto y difícil ejercicio de gobierno. Pero el error radica en creer que sentir es lo mismo que pensar: tras los sentimientos o hay pensamientos o no hay nada, porque lo que no va ligado es el sentir con el pensar. Frente a los problemas de gobierno que nos trae el siglo XXI no vale con sentirse español; hay que pensar cómo afrontarlos.

Los Estados solo se levantan a fuerza propuestas sensatas, realistas, enmarcadas dentro de un mundo caracterizado por el posibilismo, no por el idealismo. Nadie nos puede decir cómo sentirnos españoles, ni cómo sentirnos ni conservadores, ni liberales, ni socialistas. ¿Por qué? Porque desde la Ilustración, tanto el pensamiento como el sentimiento están ligados de forma inalienable al individuo. Por tentador que sea formar parte de una masa que comparta posturas, no podemos permitir que dicha masa condicione nuestra libertad individual a la hora de pensar y de sentir. Se es español siendo uno mismo, no es algo que sea demostrable. Vox tiene una posición de españolidad que se remonta al siglo XIX y por eso es nacionalista; en el siglo XXI están muy arraigados los postulados de la Ilustración y la modernidad como para seguir con aires borreguiles a los que apelan a la fibra y no a la cabeza. ¿Qué esconden los «Viva España» de Vox? La nada. Corear «Viva España» en una plaza llena de gente supone sentir sin pensar. Por eso el mensaje de Vox está tan hueco como el de Unidos Podemos. Como he dicho antes, se avecina en una crisis económica, social y política para la que los Estados no están preparados como lo estaban en 2007. El crecimiento económico de la recuperación de estos años dista mucho de tener el nivel boyante de principios de siglo. Es importante ser realista, aunque suene pesimista: el gobierno que decidimos el 28-A es el gobierno con el que afrontaremos un periodo que se avecina muy duro. Cuando llegue ese momento, hará falta pensamiento para salir adelante porque el crecimiento económico no se recupera queriendo más a la Patria, por muy respetable que ello pueda sonar. Pensemos antes de ir a votar, no sintamos —y sobre todo no dejemos que otros sientan por nosotros. De lo contrario, lo que sentiremos el 29 de abril será la rabia profunda de no haber pensado cuando había que hacerlo.

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