Los tiempos que marcan el comienzo y el final de la Primera Guerra Mundial son caprichosos. El 28 de junio de 1914 el anarquista serbio Gavrilo Princip, miembro de la organización terrorista conocida como «La Mano Negra», asesinó al archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio austrohúngaro. Cinco años después, el 28 de junio de 1919, las potencias aliadas, dirigidas por el «Big Four» —Reino Unido, Francia, Estados Unidos e Italia—, firmaron el Tratado de Versalles que contenía el germen de la Segunda Guerra Mundial. Hoy se cumplen cien años de la firma del acuerdo de paz que trajo la guerra. El fracaso de Versalles y del sistema internacional que quiso inaugurar (el idealismo wilsoniano del que tantas veces hemos hablado en De Historia, Política… y perros) nos dejó, sin embargo, valiosas lecciones de diplomacia que, desgraciadamente, parecen estar cayendo en saco roto. Y ya que hemos empezado mencionando lo caprichosas que fueron las fechas a comienzos de siglo, detengámonos un momento en lo caprichoso que es el tiempo de hoy: este 28 de junio, un siglo después de Versalles, se inaugura la cumbre del G-20 en Osaka, Japón, con asuntos geopolíticos tan importantes como la crisis del Estrecho de Ormuz, la guerra comercial sino-americana o la cuestión de Corea del Norte sobre la mesa.
A las negociaciones en París, que se extendieron desde enero a junio de 1919, el país vencido en la guerra, Alemania, no fue invitado. Aquello fue el comienzo del mito del «Diktat» (la paz impuesta o dictada) que alimentó al nazismo. El gran error del sistema de Versalles fue el carácter punitivo de la paz: se consideró a Alemania única responsable del comienzo y destrucción de la guerra y como tal se impusieron onerosas reparaciones, limitación de las fuerzas armadas y pérdida de territorios que durante siglos habían estado habitados por germanos (los famosos Sudetes, entregados a la recién creada Checoslovaquia y anexionados por Hitler en 1938). Alemania pasó a ser un Estado paria, repudiado por nuevo régimen internacional. El sistema no le otorgaba nada, solo la castigaba, de modo que no había nada que perder enfrentándose a él como hizo cuando Hitler llegó al poder en 1933. No fue conciliadora, al contrario que la paz de Viena de 1815 que reorganizó Europa tras las guerras napoleónicas. La historiografía suele comparar la paz de 1815 y la de 1919 poniendo el ejemplo de la que triunfó (el sistema de Viena se mantuvo vigente hasta 1914) y la que fracasó estrepitosamente (el sistema de Versalles se deshizo en 1939, veinte años después). Pero, ¿dónde radica la diferencia entre ambas? El sistema de Viena era coherente y realista: organizó una pentarquía (gobierno a cinco) entre las grandes potencias. Francia, a pesar de haber sido la derrotada, no fue excluida pues los pacificadores sabían que de hacerlo alimentarían las llamas de la revancha. Tanto el representante de Austria, el príncipe von Metternich, como el de Gran Bretaña, lord Castlereagh, sabían, además, que la forma de controlar a Francia y evitar una nueva aventura como la de Napoleón o una catástrofe social como la de la Revolución de 1789, era integrarla dentro del sistema internacional. En 1919 se hizo todo lo contrario. Francia y el Reino Unido se postularon como únicas líderes de Europa, excluyendo del sistema a la derrotada Alemania y a la Rusia bolchevique. Versalles no fue un sistema de «ganancias relativas», como analizó Henry Kissinger, en el que a todas las potencias compensara lo suficiente el pertenecer al sistema como para no hacerle la guerra. Por ello veinte años después de la firma se produjo una segunda confrontación.
Los líderes del mundo contemporáneo deben seguir el ejemplo de los pacificadores de 1815 y no el de los de 1919. Sin embargo parece que se repiten los errores de Versalles, excluyendo del sistema internacional a participantes que nos son incómodos. Los casos más claros y de los que hablarán los líderes en la reunión de Osaka son Irán y China, los dos Estados que más perturban la mente de Occidente y de su líder principal, Estados Unidos.
Por su carácter geoestratégico y volátil, esta entrada se centrará en la cuestión iraní.
La tensión que se está viviendo en el Estrecho de Ormuz, la principal arteria petrolífera del mundo, se debe al empeoramiento de las relaciones entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán a raíz del incremento de sanciones americanas contra el régimen y la renuncia de Washington al compromiso adquirido en 2015 (el famoso acuerdo nuclear). Occidente perdió a Irán en 1979 cuando la revolución islámica del ayatollah Khomeini derrocó la legendaria monarquía persa. El último sha de Irán, Mohammed Reza Pahlavi (1941-1979), había sido un férreo aliado de los americanos en la Guerra Fría; el Irán imperial había sido un Estado clientelar de Washington y su principal punta de lanza contra el comunismo y el nacionalismo árabe en. Desde su caída, Estados Unidos perdió al país más occidentalizado del Oriente.

Irán no debe hacerse con la bomba nuclear. Su naturaleza como Estado arbitrario lo hace impredecible en el escenario internacional: la ideología shií conduce la política iraní por lo que en ocasiones se olvidan las fuerzas que rigen el sistema diplomático. El Irán islámico tiene una larga trayectoria como «potencia irresponsable»: en 1980, un año después de su revolución, se enfrentó contra el Irak de Saddam Hussein y en 1982 cuando tenía la guerra ganada, continuó su ofensiva condenándose. Su política exterior es errática y peligrosa: Irán es un país no adherido ni al eje ruso ni al americano, pero actúa como intermediario con los llamados «rogue states» (Estados canallas), como se ha visto en el caso de Venezuela, y con guerrillas terroristas como Hezbollah.
Pero a pesar de lo peligroso que sea el Estado iraní, Estados Unidos no puede permitirse repetir una política de Versalles con Teherán. No se le puede excluir del sistema internacional como se ha pretendido hacer con la repudia al Acuerdo Nuclear de 2015 porque es en ese momento cuando, como Alemania en 1919, puede devenir peligroso. El derribo de un dron americano el jueves 20 de junio estuvo a punto de producir una vertiginosa escalada de tensión: el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, canceló en el último minuto un ataque sobre instalaciones militares iraníes, un movimiento que habría tenido consecuencias impredecibles. A Irán hay que tratarlo como se trató a Francia en 1815: hay que meterlo en el club para tenerlo bajo control. Es un país impredecible por su naturaleza política por lo que hay que proceder con cautela. No es un Estado responsable y de verse acorralado no dudará en morir matando: ya en la guerra Irán-Irak (1980-1988), el régimen iraní esperaba desmoralizar a los soldados iraquíes lanzando contra ellos mareas humanas suicidas. Durante aquellos años el gobierno hizo arraigar con fuerza la idea del martirio divino. Podría volver a hacerlo. Como mejor se define a Irán es como un «Estado irracional» al que su ideología ciega a las realidades del sistema internacional. Es imprescindible disminuir la tensión para evitar que se tense en demasía la cuerda. Lo más sensato es seguir el ejemplo de Viena y dejar que el sistema modere a Irán: mientras esté fuera de él y se continúe percibiendo como un Estado paria rodeado de enemigos, no tendrá nada que perder desempeñando una política exterior volátil e irresponsable. El embajador estadounidense ante la Unión Europea, Gordon Sondland, ha declarado: «Irán debe convertirse en una nación responsable». Bien, no olvidemos que el deber de los líderes del sistema es cercenar las posibilidades que tenga Irán de cometer actos irresponsables como la voladura del dron o los ataques a petroleros en Ormuz. Eso solo se podrá lograr si Irán está integrada, y por tanto controlada, en el sistema.