El fin del multipartidismo y la necesidad de una entente PP-PSOE

«La consistencia es el último refugio de los que no tienen imaginación», dijo Óscar Wilde en 1885. La frase ha ido cambiando y la utilizada en la jerga de la política exterior ahora es «la consistencia es el último refugio de los idiotas». Utilicemos la versión que utilicemos, es evidente que en la alta política la consistencia moral con los principios electorales es un lujo que nadie se puede permitir. Esto no es una defensa del «veletismo», sino de la renuncia a los principios propios en beneficio del bien mayor. Es precisamente lo que se ha llevado por delante a Albert Rivera, líder de Ciudadanos, y lo que va a conducir a su partido a la irrelevancia electoral tras los comicios del 10 de noviembre. El nerviosismo visto en las últimas semanas —que ha alcanzado su clímax esta misma mañana con la noticia de que Ciudadanos y UPyD (lo que queda de UPyD) concurrirán juntos en los comicios «para sumar»— denota el pánico que vive Ciudadanos ante la inminencia de su destrucción, perdida la oportunidad dorada de la XIII Legislatura.

Albert Rivera es un personaje que no ha aportado nada a la Historia política española: el movimiento que lidera no vino a cambiar ni a mejorar las cosas; cuando tuvo la oportunidad de hacerlo creyó que lo que más lo definiría como «estadista» de cara al futuro sería mantenerse firme en sus principios electorales. Pero ahí está el quid de la cuestión: principios electorales. Cuando los principios electorales se ponen por encima del bien común —que hubiera sido un gobierno de mayoría absoluta (180 escaños) entre el PSOE y Ciudadanos— uno se posiciona en las antípodas del «hombre de Estado». A Rivera estas son expresiones que le encantan: la de los «hombres de Estado» y los «partidos de Estado»; sin embargo no existen conceptos que sean más antagónicos para con su persona. Rivera es un político evidentemente movido por el interés electoral. «Como todos», podría decirse. Efectivamente, el interés electoral es lo que mueve a los políticos pero en pocas ocasiones se ha visto una priorización del electoralismo frente a la res publica como la que ha protagonizado Ciudadanos.

Lo peor de la formación liberal es que en sus estertores trata de corregir su rumbo maquillándose con fórmulas grandilocuentes que insultan la inteligencia del electorado. Es el caso de cuando in extremis Rivera propuso investir a Pedro Sánchez cuando no le había dirigido la palabra en meses, o de cuando se abrió a salvar al PSOE de su deriva y formar un gobierno constitucionalista si daban los números después del 10 de noviembre. ¿De verdad han sido necesarios cinco meses de reflexión con la posibilidad de llevarlo a cabo para darse cuenta? ¿Es genuina esta «caída del caballo»? Rivera se va a encontrar el 11 de noviembre con la paradoja de no poder cuando quiere tras haberse pasado meses pudiendo pero no queriendo. El aciago resultado electoral que vaticinan las encuestas para Ciudadanos constituyen, en mi opinión, el principio del epitafio de este proyecto político que una tras otra ha ido despreciando oportunidades de cambiar las cosas, desde Cataluña, el lugar donde nació, al conjunto del territorio nacional.

En Cataluña, no lo olvidemos, se rechazó acudir a la investidura tras ser la primera vez en la historia que una fuerza no independentista era la más votada, simplemente porque no se iba a ganar. Las encuestas a día de hoy ponen a Ciutadans en tercera posición, por detrás del PSC. Es es la razón por la que se ha planteado una moción de censura contra el presidente de la Generalitat, Quim Torra. La marcha de Inés Arrimadas de Cataluña ha dejado al partido descabezado y de cara a unas posibles elecciones autonómicas adelantadas era necesario que su sustituta, Lorena Roldán, hiciera un acto de presencia y se diera a conocer en un escenario que lleva años acaparado por una sola. Ciudadanos está entrando en un proceso de descomposición interna en el que se escuchan atronadores ruidos de sables. Se han equivocado en su estrategia a largo plazo, y el largo plazo está a punto de devorarlos. Este trato de la política como si fuera una campaña de marketing y las ansias de de sustituir al PP como eje del centro-derecha; han sentenciado el proyecto liberal español. La caída de Ciudadanos supone el paso más importante hacia la restauración del bipartidismo.

Las elecciones de noviembre van a dar pie a dos soluciones. La primera, y la más deseable para el reformismo español, sería la de una gran coalición entre conservadores y socialistas, que viene siendo norma en muchos de los Estados europeos y en las propias instituciones de la Unión. La segunda sería un gobierno en solitario del partido más votado con el apoyo parlamentario del segundo, aunque esto supondría alargar el estancamiento de las reformas otra legislatura más, dado que las encuestas no vaticinan una aritmética parlamentaria flexible. Los problemas que se avecinan requerirán de un gobierno sólido que solo puede entregar la gran coalición. El PP debería proponerlo como un «gobierno de concentración» ante la crisis que se nos viene y no solo la económica. La sentencia del juicio de a los líderes del 1-O es la dernière cartouche del independentismo: una vez los presos sean condenados, se cerrará el ciclo de este procés. El independentismo lo sabe: el pragmático (el de Esquerra Republicana), lo ve como el comienzo de una época de hegemonía semejante a la que en su día disfrutó Pujol; el radical (Junts per Cat y la CUP…) lo ven como una cuenta atrás. El movimiento que lidera Carles Puigdemont caerá en la irrelevancia mientras ERC se dispara en las elecciones. Por otro lado, la CUP necesita agitar el fantasma de la represión y de una revolución violenta en Cataluña para seguir con vida. Ambos están interesados en que la respuesta a la sentencia tenga el calibre suficiente como para enquistar el problema catalán con su statu quo actual, que es el que les beneficia. Ante este panorama, es imprescindible que el Estado esté coordinado para asestar el golpe mortal al independentismo, que tiene preparado su gran truco para el momento en el que el Estado está débil (con el gobierno en funciones y las Cortes disueltas).

Siempre fui de la opinión de que el independentismo nunca volvería a aventurarse con quimeras como la del 1-O y que todo lo que quedaba de este movimiento eran coletazos. Sin embargo, la importancia moral que para el independentismo radical tiene el hecho de que la sentencia suponga el final del camino, cambia las cosas. Rige el principio de que el enemigo acorralado puede matarte en su desesperación con su último arrebato. Viendo el final acercarse, el independentismo puede dañar al Estado de una forma considerable: con la resurrección de un movimiento terrorista semejante a Terra Lliure. Por ello es fundamental que el constitucionalismo esté unido y dada la deriva de Ciudadanos, ese constitucionalismo solo lo encarnan el PP y el PSOE. Eso solo puede conseguirse a través de una gran coalición en la que el PP logre atar al PSOE a la defensa del sistema, eliminando posturas electoralistas como las que ahora se están viendo. La prueba de que el reciente arrebato de españolismo del PSOE es interesado se refleja en la «liebre que siempre salta»: Miquel Iceta. El PSC no va a apoyar la moción de censura presentada por Ciudadanos en el Parlament de Cataluña. Debería, aunque solo fuera para no evidenciar que el constitucionalismo catalán está roto. El españolismo del PSOE no es suficiente como para pedirle al PSC que apoye una censura que de seguro destruirá los puentes que se hayan tendido en secreto para asegurar un tripartito de izquierdas con Esquerra en el futuro. Es necesario, por tanto, una estrategia de entente cordiale PP-PSOE en la que se disfruten de los beneficios comunes a la vez que se ata al otro en corto. Es la mejor forma de esperar a que se serenen las aguas de este quinquenio multipartidista y se regrese al turnismo.

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