Desafiando la historia de sus dos naciones, Vladimir Putin, presidente de Rusia, y Recip Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, son hoy los dos principales interlocutores de la geopolítica en Oriente Medio. Sochi, en la Rusia caucásica, ha vuelto a ser el lugar de encuentro y concierto entre ambos líderes que han logrado llegar a un acuerdo sobre la cuestión siria que entró en vigor esta medianoche. Erdogan había recientemente desplegado sus tropas contra los kurdos, que dominan la frontera entre Turquía y Siria. La política inconsistente y arbitraria de los Estados Unidos de Donald Trump le dio alas para ello. Ante esta situación, el presidente ruso no ha dudo en tomar a Erdogan bajo su brazo. Ha conseguido firmar con él un memorándum que provee para que sean fuerzas sirias y rusas las que purguen la frontera sirio-turca de las UPP, Unidades de Protección Popular, principal fuerza armada de los kurdos — el pueblo independiente enemigo de Turquía por cuestiones étnico-culturales y que reivindica conformarse como Estado-nación (el Kurdistán). A cambio de desalojar de la frontera a este incómodo grupo —aliado (al menos nominalmente) de los Estados Unidos y uno de los principales combatientes de Daesh—, Turquía ha de comprometerse con la absoluta integridad territorial de Siria y la lucha contra el Estado Islámico. La jugada ha sido maestra para Putin: coincidiendo con la retirada de tropas americanas de Siria, Rusia se ha consolidado como el actor principal en la región —algo que, como veremos al final, no es del todo malo en términos geopolíticos.
La República de Turquía, a pesar de ser una aliada de Occidente y una miembro de la OTAN, actúa en concierto con Rusia en la cuestión oriental. Sus relaciones con los Estados occidentales no atraviesan por su mejor momento: el presidente Erdogan ha vuelto a convertir a Turquía en un país autoritario donde se persigue la disidencia política y donde los derechos fundamentales no están garantizados. Desde el golpe de Estado fallido contra su persona en verano de 2016, ha ido aumentando su control sobre la sociedad. Esta progresiva autocratización de Turquía tiene un efecto en sus relaciones internacionales. Ankara se aleja cada vez más de los aliados atlánticos con los que está comprometido —que le ponen demasiadas trabas en lo que respecta a derechos humanos, tratamiento de refugiados, respeto a los kurdos y ambiciones políticas— y se acerca más al eje que en el oeste de Asia conforman Rusia e Irán y su satélite sirio. (La proximidad de Erdogan con Putin es lo que, a mi juicio, impide que Occidente pueda tener una respuesta contundente contra las atrocidades cometidas por regímenes como el de Arabia Saudí: no es el momento de alienar amistades cuando el principal aliado en el territorio está cambiando de bando).
Para Putin es extremadamente ventajoso haber atraído a Turquía a su esfera de influencia. El Kremlin tiene un interés en mantener a Erdogan en el poder. Esta última reunión en Sochi confirma que Rusia espera extender sus tentáculos hasta Ankara para evitar que se convierta en un elemento desestabilizador de Oriente Medio. Iba camino de hacerlo si continuaba su lucha encarnizada contra las milicias kurdas, la UPP, que el régimen de Erdogan considera responsables del terrorismo en Turquía y a las que ve conectadas con las fuerzas interiores que tratan de derrocarlo. La guerra de Erdogan contra los kurdos se estaba librando dentro de territorio sirio. El noreste de Siria estaba controlado por las fuerzas kurdas, que le arrebataron esa zona del país al autodenominado califato de Daesh. La entrada de Turquía en esa región y la retirada de las tropas estadounidenses (aliadas de los kurdos) han propiciado que el frágil control que las milicias de la UPP mantenían en la zona se resquebraje: el Estado Islámico está volviendo a brotar en la zona oriental de Siria, aprovechando el vacío de poder. A Putin no le interesa que Erdogan contribuya indirectamente al resurgimiento de Daesh. El yihadismo supone una seria amenaza para el satélite ruso en Oriente, la Siria de Bashar al Assad, igual que la invasión de territorio sirio por parte de tropas turcas o los deseos secesionistas de los kurdos.

Rusia consigue consolidar la posición de al-Assad, manteniendo lejos a los turcos encargándole la seguridad a la policía militar rusa estacionada en Siria. Se disipa así la posibilidad de que Erdogan provocara una confrontación armada entre Turquía y Siria en la que pudiera intervenir Irán, o que las incursiones turcas en el norte debilitaran el poder central de Damasco y llevaran a la disgregación territorial de Siria ahora que la guerra civil está cercana a su fin. Consiguiendo guiar la mano de Turquía (un Estado aliado del «otro bloque»), Rusia se asegura la posición de broker honesto de Oriente Medio.
En la prensa internacional se critica la retirada de tropas americanas de Siria porque se considera que pueden llevar a un vacío de poder que ocupe Rusia — que sin duda es lo que está haciendo. Sin embargo, el plano puramente realista de la cuestión, ha llegado la hora de que se reconozca que el norte de Oriente Medio es una zona de influencia rusa. Ejercer la esfera de influencia sobre una región implica una serie de deberes para con la estabilidad de la misma: Estados Unidos ha tenido unas terribles experiencias lidiando con los países de Oriente Medio, una región endiabladamente complicada en términos políticos y culturales; debe dejar que Rusia tome el relevo. El norte del Oriente Medio no es una zona en la que Estados Unidos deba entrar a mediar. La cuestión kurda es un imposible y en todos los centros de poder occidental se sabe. El Kurdistán es una utopía: crearlo supondría la alteración de una balanza de poder de por sí muy delicada que acabaría, sin duda alguna, con una guerra de los vecinos contra el nuevo Estado — igual que tras la formación de Israel en 1948. Dada que la opción del Kurdistán es inviable, América debe reconocer que no tiene nada por lo que porfiar en esta zona del mundo. Debe concentrarse en las regiones geopolíticas que sí que son cruciales para sus intereses. En Oriente Medio esto no es Siria sino el Golfo Pérsico, donde el rapprochement con Irán no puede posponerse por más tiempo.
Que Rusia obtenga ascendencia política en el norte del Creciente Fértil es positivo para Occidente en cuanto que lo libra de tener que emplear ingentes cantidades de recursos en lidiar con problemas enquistados y de difícil solución. Rusia sí que puede poner orden en la región, dado a que es la patrona de los regímenes que allí hay — como el de Assad. Mientras Rusia estabiliza el norte de Oriente Medio, Estados Unidos debe volver la vista a asuntos importantes que necesitan una solución: China e Irán. Hay una cosa reprochable en todo este planteamiento: la cuestión de que se estará dando oxígeno a regímenes que violentan los derechos humanos, Rusia el primero. Lo cierto es que las realidades de la balanza de poder no tienen en consideración los principios del liberalismo. El «orden liberal» se está apagando. Viene el momento de un orden mundial conservador en el que los Estados que otrora hicieron de su doctrina la expansión de la democracia deben meditar sobre sus errores y reconciliarse con la realidad de nuestro tiempo: el sistema internacional avanza hacia el pasado, como profetizó en los noventa John Mearsheimer, hacia el sistema de grandes potencias y equilibrios con el que el «orden liberal» no sabe lidiar.
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