Sánchez y el despotismo oriental

Karl Wittfogel describió el «despotismo oriental» como el modo de producción y encaje político, económico y social de las sociedades de Asia a lo largo de la historia, en comparación con los modos de producción occidentales. Los despotismo orientales eran economías y sociedades totalmente planificadas. Más adelante, y como han estudiado teóricos como Francis Fukuyama (The Origins of Political Order), el despotismo oriental pasó a ser la denominación dada a los regímenes autoritarios de Asia donde la imposición de la fuerza, la falta de estructuras estatales y la total arbitrariedad de los gobernantes truncaban las sociedades mientras que en Europa florecían, durante los siglos XVI, XVII y XVIII. A mi juicio la mayor diferencia entre los sistemas políticos es la cuestión de la arbitrariedad. El despotismo oriental era arbitrario: la gobernación dependía totalmente del parecer del líder lo cual impedía el arraigo de instituciones y el desarrollo de una gestión eficiente. El despotismo occidental, aunque igual de absolutista, estaba sostenido por un Estado que en el Oriente era inexistente. A pesar de que Luis XIV asegurara que el Estado era él, el absolutismo europeo estaba basado en fuertes tradiciones y moderado por cuerpos e instituciones que lo consolidaban como forma de gobierno. Nada que ver con la arbitrariedad, por ejemplo, de los shas de Persia que hacían y deshacían en el contexto de luchas tribales e intrigas palaciegas. Absolutismo no es arbitrariedad, no cuando hablamos de modelos políticos.

Esta introducción servirá para estructurar el análisis de lo que creo se ha convertido el Gobierno de España tras cuarenta días de estado de alarma.

El decreto del estado de alarma (RD 463/2020) ha supuesto en toda regla una ley habilitante que ha concedido al Gobierno de Pedro Sánchez poderes excepcionales prorrogables cada quince días. Existen dudas constitucionales sobre si el estado de alarma encubre un estado de excepción dado el nivel de limitación de las libertades y derechos, pero no entraré a debatirlas. El hecho es que el RD 463/2020 confirió al Gobierno facultades para imponer un mando centralizado y único que sobrepasara las competencias de las comunidades autónomas y permitiese la gestión del confinamiento. Sin embargo, la prolongación sine die del estado de alarma enciende, perdóneseme la redundancia, todas las alarmas. El hecho de que el presidente del Gobierno haya declarado que no existe un plan B, que solamente tiene sobre la mesa la prolongación de sus poderes extraordinarios, es preocupante porque precisamente inicia una deriva de peligrosos tintes hacia lo arbitrario. Aviso a navegantes: no hemos de entender «lo arbitrario» como la instauración de una dictadura ni nada parecido, sino como la instalación permanente de un criterio de gobernación irreal, carente de cualquier tipo de fundamento o fiscalización y sujeto a al criterio, cambiante, arribista e interesado, de un presidente que hace aguas. Y aunque esto no derive en una dictadura populista de estilo venezolano, no hemos de menospreciar el enorme daño que esta actitud puede causar al tejido del Estado, al tejido económico y a la prosperidad económica y democrática del país, en definitiva, pues si bien la dictadura chavista queda lejos, el Estado iliberal a la húngara, no tanto.

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Detalle de «El 2 de mayo» o «La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol», de Francisco de Goya (1814). Con la imagen de los mamelucos, los fieros soldados egipcios, asesinando a la población madrileña, Goya quería simbolizar que el imperio de Napoleón era una puerta de entrada a Europa para la crueldad, el despotismo y la tiranía de los orientales. 

¿Dónde encontramos la arbitrariedad? En todo aquello con lo que el Gobierno busque mermar la crítica, preservar un poder imposible de fiscalizar, y mantener el control público no como medida para mantener el orden sino como medida para no caer. Desgranemos esto último. El Gobierno chantajea a la Oposición con la prórroga del estado de alarma. En estos momentos, el estado de alarma se ha convertido en sinónimo de gobierno pues Pedro Sánchez se siente totalmente desamparado e incapaz de mantener el control de la situación si no es con los poderes extraordinarios conferidos por el real decreto. De una forma absolutamente despótica, Pedro Sánchez ha llegado a advertir que sin prórroga del estado de alarma no habrá ayudas para las empresas ni para los parados temporales, poniendo a la Oposición entre la espada y la pared: o se confirman los poderes extraordinarios a los que no se da uso para solucionar la situación sino para confortar a un gobierno desbordado, o se dejará desamparada a la población. Se está ligando a la supervivencia de la población —en forma de ayudas, de apoyo, de confianza y de seguridad— a que el Gobierno goce de poderes extraordinarios cuando es de orden ordinario que el Gobierno vele por sus ciudadanos aun sin facultades extraordinarias. Es un chantaje donde se enmascara el despotismo: solo se puede ayudar a la población si tiene poderes absolutos para ello. No afirmaré que Sánchez busque la prórroga indefinida del estado del alarma pero conviene a la normalidad democrática que el Gobierno se acostumbre a gobernar con los poderes constitucionales ordinarios y se abandone la falacia chantajista de que solo se pueden solucionar los grandes problemas con grandes poderes.

El quid de la cuestión radica en que dichos poderes se están utilizando sin criterio, lo que lleva a la arbitrariedad. Solamente están sirviendo para que el ministro de Sanidad, Salvador Illa, curse órdenes ministeriales con las que corregir leyes mayores, y para que el Gobierno vaya, cada poco tiempo, tomando la temperatura de las aguas a fin de comprobar si le son propicias. Se abusa de los poderes extraordinarios para cambiar de parecer, para enmendar decisiones, y para ir, en esencia, dando extraordinarios palos de ciego. Un poder extraordinario que existe por el mero hecho del poder, sin un fin concreto, es un poder arbitrario. Y es que el Gobierno no tiene un fin concreto, no sabe qué camino seguir. Esa orwelliana nueva normalidad de la que hablan piensan alcanzarla topándose con ella, tomándola como dada, en vez de moldearla para que sea lo más beneficiosa posible a los españoles. La improvisación trae incertidumbre y la incertidumbre ruina. Que Sánchez mismo haya dicho que no hay un plan B, solo el estado de alarma, lo delata. La prórroga de sus poderes extraordinarios se ha convertido en su salvavidas.

El Gobierno quiere dar a entender que solamente con el estado de alarma podrá solucionarse la situación pero la realidad es que solo mediante el estado de alarma tiene bula para errar, enmendarse y volver a errar sin tener que rendir cuentas. Porque las visitas al Congreso cada quince días no son una fiscalización; son en esos plenos donde el Gobierno advierte a la Oposición, y lleva advirtiendo más de cuarenta días aunque solo ayer lo haya verbalizado, que sin estado de alarma no habrá recuperación. Y la Oposición, atemorizada por el repunte en el número de infectados y muertos que pueda darse si el estado de alarma (y con él el confinamiento) decae, accede a prorrogar el paraíso fiscal en el que Gobierno se salva de rendir cuentas. Pero no queda otra opción que la finalización del estado de alarma, porque la fiscalización natural del Gobierno, la prevista democráticamente, traerá mayor eficiencia. No puede esperarse eficacia mientras el Gobierno esté amparado por unos poderes que no se pueden criticar ni controlar ni quitar. Existen los mecanismos legales para que las comunidades autónomas gestionen el desconfinamiento y el Gobierno debe recurrir a ellos, o la Oposición obligarle a ello. Es crucial que retorne la normalidad democrática para poner fin a una arbitrariedad despótica que atrofia el funcionamiento de las instituciones y que demora, cada día más, la recuperación del país.

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