Memoria democrática: apología de Fernando VII

El rey felón de España era un hombrecillo maltratado por su padre a quien le debieron de aflorar espeluznantes complejos freudianos a la hora de gobernar. La tóxica influencia de Manuel Godoy en la corte pervirtieron cualquier tipo de acercamiento al poder y aprendizaje del mismo. Acabó por rebelarse contra su padre, Carlos IV, que estaba conduciendo al país al desastre. Enviudó tres veces antes de cumplir cuarenta años y se peleó a muerte con su hermano Carlos que pretendía quitarle el trono a su hija. Fernando VII (1808, 1814-1833) es un personaje que me inspira compasión.

El momento en el que se produjo su reinado fue uno de los más complejos para Europa. El nacionalismo y la revolución que habían emergido de Francia asolaban el continente en forma del Imperio napoleónico, del que España cayó presa por estulticia y mal gobierno de sus líderes. Cuando regresó en 1814 al trono de sus ancestros, sintió como lógico devolver el antiguo régimen a su estado original, razón por la cual deshizo la obra legisladora de Cádiz. No entendía que el liberalismo había arraigado en España durante la invasión francesa y que la tinta de un decreto, el de Valencia, que fue el que restauró el absolutismo, no iba a arrancarlo de aquella tierra. El sexenio absolutista (1814-20) fue testigo de la persecución de los liberales que habían participado en las Cortes de Cádiz y de los llamados ‘afrancesados’. Se restauró la Inquisición y se abolió la libertad de prensa. Pero Fernando VII solo estaba yendo con su espíritu de los tiempos: fue un monarca al que exiliaron las fuerzas salidas de la Revolución francesa por eso al regresar a su trono hizo todo lo posible para evitar una catástrofe social como aquella. En 1820 el ejército se alzó en diferentes provincias y se le forzó a aceptar la Constitución de 1812 de nuevo. Durante años, Fernando conspiró contra el gobierno liberal hasta que finalmente en 1823 logró la intercesión de Francia, que envió un ejército (Los Cien Mil Hijos de San Luis) a restaurar al gobierno legítimo. El absolutismo regresó pero nunca lo hizo el antiguo régimen en su totalidad. La Inquisición, por ejemplo, nunca volvió a España.

No puedo evitar escribir con melancolía sobre los últimos años de Fernando VII. Este hombre avejentado a los cuarenta años, obeso, enfermo de gota, debió de entender que el régimen de sus padres nunca volvería a arraigar en España. No debió de ser una transición mental fácil; pobre hombre. Para él se hizo patente la necesidad – epifanía fernandina – de que el próximo rey de España conciliase a absolutistas y liberales, siendo un rey del reformismo (algo que no podría conseguirse si su hermano don Carlos era el sucesor). Por ello al nacer su hija Isabel en 1830, firmó la Pragmática Sanción que terminaba de abolir la Ley fundamental de Sucesión de 1713, que apartaba a las mujeres del trono (un rey feminista, vaya). Me inspira lástima el último rey absoluto de España, que por cierto donó al público el Museo del Prado e hizo por abolir el tráfico de esclavos (aunque solo fuera para sacarle una reparación económica a los ingleses con la que luego compró barcos de guerra a los rusos).

Ahora, lean ustedes una biografía de Fernando VII, la de Emilio Laparra, por ejemplo, que en 2018 ganó el Premio Tusquets a la Mejor Biografía. La historiografía y las fuentes coinciden en que Fernando VII era un tipejo cruel, mezquino, manipulador – y además muy malhablado (a un enviado del duque de Wellington le espetó en 1822: «Dígale al duque que tengo más cojones que él, más cojones que Dios, Nuestro Señor, tengo bastantes cojones como para comerme a todos vosotros [enviado de Wellington, duque y ministros incluidos]. ¡Y ahora fuera, carajo!»).

Es perfectamente entendible que, en nombre del interés y la decencia y la memoria generales, se obvie mi libertad (gustoso la cedo) a sentir la condescendencia por Fernando VII que mi estudio de su reinado me ha procurado, para así instaurar como credo general de la historia que su reinado fue pésimo, despótico y nocivo para España. Se cierra el debate sobre el pobre y amargado Fernando VII. Los ciento dos Títulos del Reino que entregó (entre ellos Duque de Ciudad Rodrigo al hombre que sacó a Napoleón de España) deben cancelarse ipso facto, porque fueron entregados a miembros de su camarilla que contribuyeron a que se aboliera la Constitución de Cádiz y se restaurara el antiguo régimen. Y por supuesto deben anularse los juicios arbitrarios del fernandismo que – sin ningún tipo de respeto por la Declaración de Derechos Humanos (1948)– llevaron a la muerte deshonrosa de liberales como el general Torrijos.

Lo absurdo del revisionismo histórico es patente. Lo arbitrario, también: sentar por ley una doctrina de la Historia es prerrogativa solo del orwelliano Ministerio de la Verdad de 1984. El franquismo forma parte de la Historia de España: fue gobierno dictatorial como los que antes de Franco ya dirigieron Miguel Primo de Rivera (1923-30), Francisco Serrano (1874), Emilio Castelar (1873-4), Baldomero Espartero (1853-5), Ramón María Narváez (1844-51)… Es la labor del debate historiográfico el dilucidar – sin jamás llegar a un acuerdo, esa es la belleza de la historia – sobre lo que fueron estos movimientos y tantos otros regímenes. Saquen el tema del contexto de las dictaduras de caudillo típicas de España y Sudamérica; vayan al estudio de los grandes totalitarismos, los de partido único. Son ríos de tinta los que corren para debatir sobre la naturaleza, ambiciones, contradicciones… de movimientos como el nazismo, el estalinismo o el maoísmo. En la Historia, las verdades escritas en piedra son las que aportan las fuentes y sin embargo las fuentes solas no bastan para realizar un análisis del pasado: hay que contrastarlas entre ellas, con argumentos, teniendo en cuenta lo que se ha escrito ya, lo que se ha dicho ya, para llegar a una conclusión lo más objetiva posible que tenga como objetivo esclarecer la comprensión del pasado (nada más que eso). Así es como se crea una interpretación histórica que, como tal, está y debe estar permanente sometida a debate. Tengo fuentes que me informan de los asesinatos de liberales, de los exilios, durante el reinado de Fernando VII. Tengo fuentes que me informan de cómo rompió su familia en dos para asegurarse de que su hija lo sucediera en el trono; también las fuentes que me hablan de su infancia terrible. Yo, como persona que busca en el pasado respuestas (por ende historiador), las ponderaré y formularé mi argumento, mi interpretación sobre lo sucedido.

Prohibir la apología del totalitarismo no requiere de un proceso de revisionismo histórico por parte de un gobierno. El revisionismo histórico tiene como fin intrínseco el cercenar el debate sobre las fuentes – que es lo que constituye la Historia como disciplina –, bloqueando el nacimiento de cualquier tipo de nueva interpretación o revelación sobre las mismas. En definitiva, se trata de la consolidación de una posición argumentativa como verdad fáctica: eso es el asesinato por la espalda y con treinta y dos puñaladas de lo que supone el oficio de la Historia.

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