Estados iliberales

Desde 2016, cuando Donald Trump accedió a la presidencia de los Estados Unidos con intención de abdicar de lo que habían sido los compromisos americanos para con la comunidad internacional, se ha considerado que el conocido como «orden internacional liberal» (el compendio de instituciones, normas y sistemas de poderes nacidos de 1945) está en peligro. La expansión de la democracia tras el fin de la Guerra Fría no solo ha resultado estéril sino peligrosa— pues los esfuerzos por instalarla en ciertas regiones provocaron una mayor desestabilización política de las mismas (por ejemplo, en Irak). El orden liberal quedó agotado, desgastado, después de aquellos intentos; débil. Ahora se ciernen sobre él amenazas de distinto tipo: diplomáticas, con el ascenso de China, el regreso de Rusia, y la decadencia de la Unión Europea; económica, con el fracaso del modelo liberal de bienestar tras las crisis de 2008 y ahora de 2020 frente al imparable progreso económico y tecnológico de los países anti-democráticos; política, debido al ascenso de populismos extremistas que cuestionan los fundamentos del liberalismo; y cultural, con la reacción contra la globalización, la inmigración… No todo lo que amenaza el orden, como se ve, es China. En mi opinión, el principal problema es de régimen interno: dentro del «orden liberal» empieza a haber estados que son «iliberales». Desde De Historia, Política y Perros nunca se ha prestado oídos al mantra de que el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias iba a convertir a España en la Venezuela chavista. España no es Venezuela ni sus trayectorias históricas y políticas pueden compararse. Sin embargo, siempre advertimos de que el verdadero peligro que corría España era el de convertirse en un Estado iliberal a la húngara o a la polaca.

Vayamos a lo que hace a los «estados iliberales». La definición básica que ofrecemos es: «Estados enmarcados en la tradición liberal occidental que comienzan a rechazarla en persecución de objetivos autoritarios por parte de sus gobernantes». No son dictaduras y no pertenecen a un grupo ideológico concreto (comunismo, bolivarianismo, islamismo) precisamente porque se considera que aún pertenecen al «grupo liberal». Eso es lo peligroso: rompen el grupo liberal desde dentro. Los estados iliberales comparten, además, las siguientes características: un poder ejecutivo de pretensión absolutista, es decir con afán de controlar los otros dos poderes del Estado, una cúpula ejecutiva fuerte (una personalidad, un partido), una agenda cultural antidemocrática, un arrinconamiento progresivo de las fuerzas opositoras (políticas, ciudadanas, empresariales, periodísticas), un alineamiento internacional con potencias enemigas al «orden internacional». Luego lo fundamental de su deficinición es la connotación del proceso, de la temporalidad. ¿Deriva un estado iliberal finalmente en dictadura? En largo plazo, puede hacerlo perfectamente. Lo que supone una amenaza es que mientras aun siendo estado liberal, es decir, aun descomponiéndose su democracia, pertenece a la familia liberal. Esa pertenencia es tóxica. La mayor inestabilidad, política, social, económica, ciudadana, proviene de las anocracias — los Estados a medio camino, las democracias decadentes, las dictaduras camufladas. No es algo nuevo. Lord Palmerston, héroe particular de la casa, ya escribió en 1834, precisamente en referencia a España, que la peor situación en la que puede verse un país es la de la indefinición política, pues «no se tiene, por un lado, ni el vigor y la fuerza del despotismo, ni la solidez y legitimidad de la democracia, por otro». Ejemplos de estados de tendencia iliberal incluyen: la Hungría de Viktor Orban, la Polonia del Partido Libertad y Justicia, la Turquía de Recep Erdogan, o el Brasil de Jair Bolsonaro.

España está en el camino del iliberalismo. Todo en este gobierno de coalición viene apuntando en esa dirección desde que se constituyó en enero de 2020. Va, por supuesto, más allá del ingreso de un partido como Podemos, abiertamente antidemócrata, en el gobierno. La erosión democrática la han producido varios factores. El primero, facilitado por la pandemia, es la utilización de la excepción constitucional aprovechando la situación de emergencia para erosionar el sistema de equilibrio democrático que la Constitución establece debe existir entre Gobierno y Comunidades Autónomas. En el anterior artículo, explicamos lo autoritario de la decisión de intervenir la Comunidad de Madrid. Se basaba en el enojo de Sánchez para con el fallo de un tribunal que había señalado lo arbitrario de cercenar derechos fundamentales con una orden de rango menor. La emergencia ocasionada por el Covid-19 también llevó a Sánchez a querer mantener las Cortes cerradas durante los meses de marzo y abril.

El ataque al poder autonómico, un ejecutivo alternativo al central y que escapa a su control , y al Legislativo, nos llevan al punto más importante hasta ahora: el ataque al Poder Judicial. Este comenzó en enero, con el nombramiento de la ministra de Justicia saliente como fiscal general del Estado. Continúa ahora con la intención de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que se elijan los miembros del Consejo General del Poder Judicial por vía de una mayoría absoluta (mitad más uno) y no de una mayoría reforzada (dos tercios). Ante los asuntos que han afectado a la renovación del CGPJ durante los últimos años, que abrieron el debate sobre si los jueces se tenían que elegir a sí mismos en vez de ser elegidos por las Cortes, este blog se pronunció argumentado que era necesario que fueran elegidos por los representantes del pueblo por ser el pueblo fuente de la que emana la Justicia. Los jueces administran la Justicia, pero no mana de ellos sino de la soberanía nacional. (Ver artículo aquí). El quid de cuestión está en que el nombramiento sea a través de una mayoría cualificada, para que sea una amplia mayoría de la sociedad la que los nombre y no solamente la mitad. Reducir la mayoría necesaria a mayoría absoluta —misma mayoría que se necesita para gobernar— supone en toda regla una sumisión del Poder Judicial a quien haya tenido los votos suficientes para poder hacerse con el Ejecutivo. Y así como un Ejecutivo con mayoría absoluta tendrá a una oposición que lo controle, no hay una «oposición de jueces». El CGPJ pasaría de ser el reflejo de la sociedad representada en las Cortes a serlo solamente de quienes comulgaron con la opción ideológica que se hizo con el poder. La pretendida reforma, además, encierra algo mucho más oscuro que la subyugación de un Poder del Estado por otro. Muestra un patrón de conducta totalmente autocrático: la única mayoría válida es la mía.

Los ataques al Poder Judicial son los primeros que señalan a un Estado iliberal, por ser Poder Judicial el independiente de los otros dos y el garante de la aplicación de las mismas leyes que el Ejecutivo pretender subvertir. La reforma que Sánchez pretende debe hacer saltar todas las alarmas en la Unión Europea o se verá muy pronto con una Hungría en el sur. El peligro de que el Gobierno arroje a España en una deriva iliberal es real; la catástrofe que ello supondría para la economía, para las libertades públicas, y la estabilidad del sistema europeo, sería de dimensiones inabarcables. ¿Por qué razón, si ya hay países iliberales como Hungría, Polonia, Brasil? Porque estos Estados son periféricos, pero histórica, política y culturalmente, España está en el corazón del orden internacional liberal. Su caída en el iliberalismo liberaría una reacción en cadena de consecuencias difícilmente reparables. El primer escollo serán las condiciones que de seguro los Países Bajos, Dinamarca y Suecia volverán a poner sobre la mesa para permitir a España acceder a los fondos de recuperación. Perder la oportunidad de esos fondos y caer en una abismal depresión económica no solo sería pésimo para la economía y la sociedad, sino también que también agravaría la polarización y contribuiría a la destrucción del orden aún liberal imperante en nuestro país.

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